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martes, 6 de enero de 2015

La sociedad venezolana y su resistencia al cambio. (Por Mikel de Viana)

Sociedades y culturas modernas

  Una sociedad moderna se caracteriza por su compleja estructura económica. Se trata de sociedades industriales y postindustriales, cuya tecnología está al servicio de procesos de alta productividad. La producción se mantiene en crecimiento sostenido y abastece tanto el consumo interno como una red de intercambios comerciales externos.

  El individuo tiende a ser percibido como "individualidad abstraída de la red de sus relaciones primarias", es decir, a partir de los atributos de identidad personal que incluyen adquisiciones, realizaciones y desempeño individual. En esas sociedades, hay una neta separación del mundo de lo privado y el mundo de lo público, colectivo o político. Sobre el individuo son delegadas, y ellos asumen, responsabilidades relacionadas con los asuntos colectivos.

  Las instituciones sociales son complejas, específicas y especializadas, tendiendo a cubrir —como los procesos interactivos— funciones particulares que pueden identificarse fácilmente. Los modelos valorativos interiorizados se enuncian explícitamente en forma de valores, principios y normas claramente definidos. Los usos y normas tienden a ser preceptos de conducta ideal, formulados en términos de una ética universal fundada en la igual dignidad inquebrantable de todas las personas.

El bloqueo de la modernidad mínima

  Podemos enunciar tres precondiciones de una modernidad mínima: una voluntad de dominio transformador sobre la naturaleza, plasmada en la ciencia natural y la tecnología; una ética universal con base en la racionalidad común a todos los hombres; y un sistema de reglas abstractas que rigen la convivencia social, tanto en lo económico como en lo político[1]

  En cortocircuito con estas precondiciones, la matriz cultural dominante en Venezuela se caracteriza de modo diferente:
a.    La relación con la naturaleza es comprendida en términos de adaptación consumista y no en términos de dominio producti­vo. Los bienes materiales no se apropian para la acumulación y la producción, sino para la sobrevivencia o el enriquecimiento particular y el compartir festivo.
b.    En vez de una ética universal, predominan las éticas particularistas que vinculan al individuo con sus grupos primarios de origen y pertenencia, produciendo dinámicas de exclusión de "los otros".
c.  En lugar de un sistema de reglas abstractas y universales, existe el ejercicio de la discrecionalidad en la convivencia social concreta, donde las relaciones particularistas personalizadas construyen redes informales en las que se pone en juego, y desde las que se ejerce, el poder sobre el espacio colectivo.

  En pocas palabras, "se tienen todas las formas, instituciones, ideas de sociedad, pero a las formas de las leyes les falta el contenido cultural, a la institución de la ciudad le faltan los ciudadanos, a la idea de democracia le faltan los demócratas"[2].

El plano “societal”

  La sociedad moderna es una creación social, en la que las instituciones se producen a sí mismas, por su propia acción; un orden complejo que podemos denominar "societal", para distinguirlo de las formas sociales más elementales. Cuando aparece la sociedad de masas empiezan a plantearse propiamente los problemas de la acción colectiva, es decir, aquellos que surgen del manejo y administración de bienes colectivos, que están más allá del ámbito familístico‑primario y que deben ser compartidos por toda la colectividad —seguridad, educación, servicios públicos, mecanismos de gobierno, etc...—. Manejar, administrar y compartir tales bienes, exige la aparición de un nuevo tipo de relaciones —distintas de las familístico‑primarias— en las que de algún modo quede asegurada la contribución de los individuos al proceso colectivo. No debe suponerse que se trata de establecer relaciones ingenuamente altruistas, sino de relaciones que responden a un "egoísmo revisado", que supera al elemental egoísmo primario particularista: cada individuo maximiza sus ventajas particulares si, renunciando a la gratificación inmediata —a corto plazo— de sus deseos y necesidades, coopera con la dinámica colectiva con vistas a la más ventajosa gratificación futura[3].

  El tipo de relaciones requerido no brota espontáneamente, sino que es el resultado del empeño de las voluntades individuales en un "contrato social" que se basa en la existencia de un cierto "capital social" bajo la forma de confianza en el "otro". Cuando falta esa confianza y no hay voluntades empeñadas en crear y mantener esas relaciones societales, los individuos —siguiendo la lógica familística— pretenden obtener ventajas particulares de los bienes colectivos y desertan de la responsabilidad colectiva.

 En pocas palabras, la sociedad venezolana presenta un apreciable vacío de ese plano que hemos llamado "societal". Lo "moderno" en ella no es creación y apropiación de la misma sociedad, mediante la inversión de ese "capital social" al que he aludido, sino adquisición y consumo de los bienes y formas de la modernidad —lo comprable de ella—.

La inducción de la modernidad comprada

  En el siglo XX, los intentos de inducir la modernidad en la sociedad venezolana han contado como agente principal al Estado, como posibilitante a la renta petrolera, como mecanismo inductor la distribución de la renta y como proyectos particulares la formación de élites y clase media, el desarrollo social o el mercado.
  Pero, en contra de los procesos inductivos exógenos, ningún modelo cultural con su respectivo sistema de valores y modos de relación establecidos cambia fácilmente. En el caso de Venezuela, la renta petrolera distribuida desde el Estado a través de innumerables canales, actuó como lubricante universal que permitió acceder a las formas modernas, sin que el modelo de relaciones premoderno entrara en crisis profunda y, consecuentemente, sin que el modelo de relaciones fuera experimentado por la sociedad como una necesidad vital.

  El Estado, desde su origen, fue mediatizado por esos modos de relación familísticos-primarios, de modo que su función distribuidora de la renta respondió a ellos, en lugar de constituir el plano “societal” propiamente dicho. El vacío del plano “societal”, unido a la gran concentración de propiedades territoriales en poder del incipiente Estado postgomecista y el incremento considerable de los ingresos fiscales provenientes de la explotación petrolera, desataron una dinámica estatizante en la sociedad venezolana. En Venezuela, no es la sociedad civil quien constituye un Estado moderno, sino el Estado quien intenta implantar una sociedad de apariencia moderna.

La lógica de las relaciones premodernas

¿Cuál es la lógica de esos modos de relación premodernos que penetran las formas modernas usufructuándolas e impidiendo la aparición del plano societal? Propongo algunas hipótesis:
1. En la sociedad venezolana contemporánea, las instituciones y los modos de relación presentan una apariencia externa de modernidad, aunque su funcionamiento real está regido por los modos de relación premodernos, que resultan de la prolongación hasta el espacio social o colectivo de la lógica familística de los núcleos primarios de pertenencia y lealtad presocietales.
2. Frente a la ficción de modernidad, el polo generador de cultura y sociedad es la familia y los núcleos primarios de pertenencia. Las relaciones primarias imponen su lógica como la lógica de las relaciones secundarias[4].
3. El rasgo característico que modela las relaciones en el espacio social primigenio es la matricentralidad: se constata una sobrecarga de la figura materna, que tiene como consecuencias la práctica absolutización de la relación materno-filial y una debilidad apreciable de la figura paterna. La figura materna actúa como mediadora universal de las relaciones intrafamiliares. Las relaciones intrafamiliares se configuran como “una especie clánica de comportamiento familiar, cerrado a toda vinculación artefáctica o negociadora con la sociedad, esto es, desestimula que lo societal emerja más allá de la familia”[5].
4. Dos características son fundamentales en esta red de relaciones:
a. Primera, su verticalidad, que en el plano intrafamiliar determina la mediatización de todas las relaciones por la figura materna, que prolonga en el tiempo la dependencia emocional y afectiva, dificultando la emancipación autónoma de los individuos, y que, al proyectarse al ámbito social-secundario, perpetúa el patrón vertical de relaciones.
La verticalidad de las relaciones proyectada al espacio social ayuda a entender el papel de las élites. De modo análogo, las relaciones entre la sociedad y el Estado siguen un patrón semejante (verticalidad matricentrada): lo que se pone en juego en esa relación no es la producción de la sociedad, sino la justicia distributiva de la renta.      
b. Segunda, el establecimiento de lealtades particularistas que tendrán prioridad –más allá del círculo primario de pertenencia- sobre cualquier otra relación contraída, pactada, de carácter secundario.
Esta segunda característica está asociada con el déficit de aquello que llamábamos "capital social", uno de cuyos componentes es la confianza en el extragrupo. Inves­tigaciones empíricas evidencian una actitud de franca desconfian­za hacia el extragrupo[6].
5. La ausencia, o al menos la precariedad, de la figura paterna en el ámbito familiar dificulta la resolución del complejo edípico que permitiría la superación de la dependencia emocional y afectiva, y daría paso a la emancipación autónoma de los individuos. Paralelamente, y por el mismo motivo, no se alcanza la integración de la autoridad y la ley, y el resultado es el carácter anormativo de la con­vivencia social y la penuria de las instituciones sociales.

La cultura criolla se caracteri­za por un apreciable vacío norma­tivo en áreas cruciales de la convi­vencia. En terrenos como el ejer­cicio de la sexualidad, la estructu­ra familiar, el ejercicio de la pa­ternidad, la socialización en la pri­mera infancia, las relaciones entre el individuo y la colectividad, el trabajo y la producción económi­ca, las relaciones con las figuras que detentan autoridad, etc..., no existen normas claras y firmemen­te establecidas o institucionaliza­das. En todos estos terrenos, la con­ducta de los individuos es el resul­tado de adaptaciones individuales a las situaciones particulares.

6. Los espacios sociales secun­darios son vistos como el escena­rio de la pugna por la obtención de ventajas particularistas. Los in­dividuos, consciente o inconscien­temente, asumen como regla pre­ferencial de actuación la que im­pone "la maximización de las ven­tajas materiales o de prestigio so­cial inmediatas (a corto plazo) pa­ra sí mismos y para sus círculos inmediatos de pertenencia, supo­niendo que todos los demás acto­res hacen exactamente lo mismo".

7. La consecuencia inmediata de esta regla preferencial de actua­ción es que los individuos mantie­nen relaciones de lealtad y respon­sabilidad exclusivamente con su núcleo primario de pertenencia y no hacia la colectividad y las ins­tituciones de las que forman par­te. Esto explica la débil lealtad y compromiso con las instituciones sociales y políticas, con las inicia­tivas colectivas y con las empresas productivas: nadie promoverá el interés colectivo, excepto si ello be­neficia a su interés particular in­mediato.

8. La suposición de que "todos los demás actores hacen exacta­mente lo mismo" es fundamental porque implica un estado de des­confianza generalizado. Supone­mos que cada individuo saldría beneficiado si se dispusiera a co­laborar, pero "en la ausencia de un confiable compromiso mutuo, cada cual, individualmente, tiene un motivo para desertar y convertirse en un "jinete libre" (free rider)[7].

Las preferencias valorativas

  Toda relación social expresa preferencias valorativas. Éstas han sido tipificadas en un conjunto de dicotomías. El primer término de las dicotomías caracteriza las preferencias valorativas en el ám­bito primario‑familístico —ése es su "espacio natural" y allí siempre tendrán vigencia—. Los problemas surgen cuando, en una sociedad de masas, las preferencias valorativas del ámbito primario‑familístico se extienden más allá, hasta el ámbi­to colectivo estableciéndose como patrones de valoración omnipre­sentes.

1. Adscripción-Adquisición: Esta dicotomía se refiere a los cri­terios empleados para la valoración de los actores sociales. En nuestra cultura, preferentemente la valo­ración de los actores en el ámbito social‑secundario responde a los criterios de adscripción, es decir, se valora a los actores en función de su posición social y las relacio­nes en las que participan, y no en función de sus logros y desempe­ños.

2. Particularismo-Universalis­mo: Esta dicotomía se refiere al modo en que se evalúan las situa­ciones. En nuestra cultura, la va­loración de las situaciones en el ámbito social‑secundario preferen­temente responde a los criterios del particularismo, es decir, se tiende a actuar en función de lealtades particulares y no en función de principios y normas universales.

3. Afectividad-Neutralidad afectiva: Esta dicotomía se refiere al modo en que se disponen los actores a manejar las gratificacio­nes de sus deseos y necesidades subjetivos. En nuestra cultura, se tiende a privilegiar el polo de la afectividad, es decir, se persigue la gratificación inmediata —a corto plazo— de los deseos y necesidades subjetivos, evitando el diferimiento de la gratificación inmediata en orden a gratificaciones futuras o a exigencias del entorno social.

4. Difusividad-Especificidad: Esta dicotomía se refiere al modo como los actores enfrentan sus ro­les. En nuestra cultura se tiende a enfrentar los propios roles actuan­do como "personas totales", sin distinguir espacios, tiempos y con­textos. Este hecho se traduce, por ejemplo, en la dificultad para que los individuos asuman límites ne­tos que separan el orden de lo pri­vado y el orden de lo público, lo personal y lo profesional, lo indi­vidual y lo colectivo: lo público, lo profesional y lo colectivo carecen de racionalidad propia y se su­bordinan a la discrecionalidad y arbitrariedad particulares de lo pri­vado, lo personal y lo individual.

5. Individualismo-Colectivis­mo: Esta dicotomía se refiere a los intereses que se privilegien en la actuación social. En nuestra cul­tura se atiende prioritariamente a los propios intereses, que privan sobre los colectivos, eludiendo la atención prioritaria a los intereses colectivos.

Las posibilidades de cambio

  Las posibilidades de cambio de este marco de relaciones están aso­ciadas al surgimiento de lo que se ha llamado "capital social": un bien público que debe gestarse so­cialmente y que consiste en la confiabilidad recíproca entre individuos y entre grupos[8].

  Se ha llamado la atención acerca de una peculiaridad del capital social: como las virtudes y los vi­cios morales, aumenta con el uso y se agota con el desuso. "Cuanta más confianza recíproca desplie­guen dos personas, tanto mayor será su esperanza mutua”. Y a la inversa: "Una vez instalada la des­confianza, pronto se hace imposi­ble saber si tenía realmente algu­na justificación, puesto que tiene la capacidad de ser autorreali­zante".  La confianza lubrica la cooperación. A mayor nivel de confianza en la comunidad, mayor probabilidad de cooperación. Y la cooperación en sí genera confian­za"[9].

  En las sociedades de masas, el capital social no surge de la "natu­ral" extensión de los modos de re­lación familísticos presocietales; antes bien, será sistemáticamente abortado por ese otro "capital familístico‑particularista". Por este motivo, es necesario constituir, crear el capital social, y conscien­te y simultáneamente neutralizar el poder del "capital familístico­particularista".
Si nos disponemos en la pers­pectiva de creación del capital so­cial, tengo la impresión de que, en el corto plazo, poco puede esperar­se de los primeros agentes sociali­zadores—la familia y los grupos primarios de pertenencia—. Me parece que es necesario hacer una apuesta en favor de la escuela, las empresas y las organizaciones in­termedias. En otras sociedades fueron las escuelas, las fábricas, los sindicatos y los partidos políticos quienes transformaron el mundo familista premoderno.

 Diversas investigaciones coin­ciden en que "la confianza social en los complejos establecimientos modernos puede provenir de dos fuentes relacionadas: las normas de reciprocidad y las redes de com­promiso cívico”[10].

Reciprocidad generalizada y redes de compromiso cívico

  En la sociedad venezolana con­temporánea, se presentan relacio­nes de "reciprocidad particularis­ta", es decir, las que corresponden a las relaciones primarias verticales o mediatizadas. La reciprocidad generalizada, en cambio, se refie­re a una relación continua de inter­cambio que no es correspondida inmediatamente, pero "implica expectativas mutuas respecto a un beneficio que hoy se otorga, pero que será devuelto en el futuro"[11]. La continuidad del intercambio sólo se garantiza institucionalizándolo, es decir, haciéndolo cristalizar mediante normas claras, estables y universales. La recipro­cidad se establece si las relaciones son dominantemente horizontales, si se mejoran los flujos de comu­nicación sobre la confiabilidad de los individuos y si actúan con vis­tas a la gestión de bienes colecti­vos. Con estas condiciones, es po­sible pensar que las redes de com­promiso cívico resultantes "au­mentan los costos potenciales de un desertor en cualquier transac­ción individual. El oportunismo pone en riesgo los beneficios que él espera recibir de todas las de­más transacciones en las cuales está participando, así como tam­bién los beneficios de las transac­ciones futuras"[12].

  Pienso que es decisivo que la escuela, las empresas y las organi­zaciones intermedias consciente y decididamente se auto‑regulen en términos normativos de reciproci­dad generalizada y se autocom­prendan como redes de compromi­so cívico. El horizonte es el de la resocialización de la colectividad en los modos modernos de rela­ción.




[1] Ver González Fabre, Raúl: "¿Venezuela mo­derna?", en Revista SIC, n° 579, pp. 388‑389.
[2] Hurtado, Samuel: Cultura matrisocial y sociedad popular en América Latina, Caracas, Fondo Editorial Tropykos, 1995, p. 20.
[3] Un comentario moral: el "egoísta pri­mario" vive el momento presente, sus de­seos, intereses y necesidades momentá­neas; le faltan la prudencia y el autocon­trol, es decir, las virtudes que permiten al hombre posponer las gratificaciones y placeres fugaces en aras de gratificacio­nes y placeres mayores, más excelentes o más perpetuos. El "egoísta revisado", en cambio, trata de asegurar sus intereses más duraderos y amplios: su egoísmo va acompañado de prudencia y autocontrol.
[4] Hurtado: op. cit., p. 158.
[5] Hurtado: op. cit., p. 158.
[6] Roberto Zapata: Valores del venezola­no, Caracas, Editorial Conciencia 21, 1996, p. 23‑24.
[7] Putnam, Robert D., op. cit., p. 207
[8] A diferencia del capital económico que, normalmente, es un bien privado que se disfruta individualmente, el capital social es un bien público o social que, sin em­bargo, se disfruta tanto individual como socialmente.
[9] Putnam, Robert D., op. cit., p. 215, 217. El autor cita a Gambetta, D.: "Can We Trust Trust?", en: Gambetta, D. (ed.): Trust: Making and Breaking Coopera­tive Relations, Oxford, Blackwell, 1988, p. 234.
[10] ibid, p. 217.
[11] ibid, p. 218.
[12] ibid, p. 221.

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