Sociedades
y culturas modernas
Una
sociedad moderna se caracteriza por su compleja estructura económica. Se trata
de sociedades industriales y postindustriales, cuya tecnología está al servicio
de procesos de alta productividad. La producción se mantiene en crecimiento
sostenido y abastece tanto el consumo interno como una red de intercambios
comerciales externos.
El
individuo tiende a ser percibido como "individualidad abstraída de la red
de sus relaciones primarias", es decir, a partir de los atributos de
identidad personal que incluyen adquisiciones, realizaciones y desempeño
individual. En esas sociedades, hay una neta separación del mundo de lo privado
y el mundo de lo público, colectivo o político. Sobre el individuo son
delegadas, y ellos asumen, responsabilidades relacionadas con los asuntos
colectivos.
Las
instituciones sociales son complejas, específicas y especializadas, tendiendo a
cubrir —como los procesos interactivos— funciones particulares que pueden
identificarse fácilmente. Los modelos valorativos interiorizados se enuncian
explícitamente en forma de valores, principios y normas claramente definidos.
Los usos y normas tienden a ser preceptos de conducta ideal, formulados en términos
de una ética universal fundada en la igual dignidad inquebrantable de todas las
personas.
El bloqueo
de la modernidad mínima
Podemos
enunciar tres precondiciones de una modernidad mínima: una voluntad de dominio
transformador sobre la naturaleza, plasmada en la ciencia natural y la
tecnología; una ética universal con base en la racionalidad común a todos los
hombres; y un sistema de reglas abstractas que rigen la convivencia social,
tanto en lo económico como en lo político[1]
En
cortocircuito con estas precondiciones, la matriz cultural dominante en
Venezuela se caracteriza de modo diferente:
a. La relación con la
naturaleza es comprendida en términos de adaptación consumista y no en términos
de dominio productivo. Los bienes materiales no se apropian para la
acumulación y la producción, sino para la sobrevivencia o el enriquecimiento
particular y el compartir festivo.
b. En vez de una ética
universal, predominan las éticas particularistas que vinculan al individuo con
sus grupos primarios de origen y pertenencia, produciendo dinámicas de
exclusión de "los otros".
c. En lugar de un
sistema de reglas abstractas y universales, existe el ejercicio de la
discrecionalidad en la convivencia social concreta, donde las relaciones
particularistas personalizadas construyen redes informales en las que se pone
en juego, y desde las que se ejerce, el poder sobre el espacio colectivo.
En
pocas palabras, "se tienen todas las formas, instituciones, ideas de
sociedad, pero a las formas de las leyes les falta el contenido cultural, a la
institución de la ciudad le faltan los ciudadanos, a la idea de democracia le
faltan los demócratas"[2].
El plano
“societal”
La
sociedad moderna es una creación social, en la que las instituciones se
producen a sí mismas, por su propia acción; un orden complejo que podemos
denominar "societal", para distinguirlo de las formas sociales más
elementales. Cuando aparece la sociedad de masas empiezan a plantearse
propiamente los problemas de la acción
colectiva, es decir, aquellos que surgen del manejo y administración de
bienes colectivos, que están más allá del ámbito familístico‑primario y que
deben ser compartidos por toda la colectividad —seguridad, educación, servicios
públicos, mecanismos de gobierno, etc...—. Manejar, administrar y compartir
tales bienes, exige la aparición de un nuevo tipo de relaciones —distintas de
las familístico‑primarias— en las que de algún modo quede asegurada la
contribución de los individuos al proceso colectivo. No debe suponerse que se
trata de establecer relaciones ingenuamente altruistas, sino de relaciones que
responden a un "egoísmo revisado", que supera al elemental egoísmo
primario particularista: cada individuo maximiza sus ventajas particulares si,
renunciando a la gratificación inmediata —a corto plazo— de sus deseos y
necesidades, coopera con la dinámica colectiva con vistas a la más ventajosa
gratificación futura[3].
El
tipo de relaciones requerido no brota espontáneamente, sino que es el resultado
del empeño de las voluntades individuales en un "contrato social" que
se basa en la existencia de un cierto "capital social" bajo la forma
de confianza en el "otro". Cuando falta esa confianza y no hay
voluntades empeñadas en crear y mantener esas relaciones societales, los
individuos —siguiendo la lógica familística— pretenden obtener ventajas
particulares de los bienes colectivos y desertan de la responsabilidad
colectiva.
En
pocas palabras, la sociedad venezolana presenta un apreciable vacío de ese
plano que hemos llamado "societal". Lo "moderno" en ella no
es creación y apropiación de la misma sociedad, mediante la inversión de ese
"capital social" al que he aludido, sino adquisición y consumo de los
bienes y formas de la modernidad —lo comprable de ella—.
La
inducción de la modernidad comprada
En
el siglo XX, los intentos de inducir la modernidad en la sociedad venezolana
han contado como agente principal al
Estado, como posibilitante a la renta
petrolera, como mecanismo inductor la
distribución de la renta y como proyectos
particulares la formación de élites y clase media, el desarrollo social o
el mercado.
Pero, en contra de los procesos inductivos
exógenos, ningún modelo cultural con su respectivo sistema de valores y modos
de relación establecidos cambia fácilmente. En el caso de Venezuela, la renta
petrolera distribuida desde el Estado a través de innumerables canales, actuó
como lubricante universal que permitió acceder a las formas modernas, sin que
el modelo de relaciones premoderno entrara en crisis profunda y,
consecuentemente, sin que el modelo de relaciones fuera experimentado por la
sociedad como una necesidad vital.
El
Estado, desde su origen, fue mediatizado por esos modos de relación
familísticos-primarios, de modo que su función distribuidora de la renta
respondió a ellos, en lugar de constituir el plano “societal” propiamente
dicho. El vacío del plano “societal”, unido a la gran concentración de
propiedades territoriales en poder del incipiente Estado postgomecista y el
incremento considerable de los ingresos fiscales provenientes de la explotación
petrolera, desataron una dinámica estatizante en la sociedad venezolana. En
Venezuela, no es la sociedad civil quien constituye un Estado moderno, sino el
Estado quien intenta implantar una sociedad de apariencia moderna.
La lógica
de las relaciones premodernas
¿Cuál es la lógica de esos modos de relación premodernos
que penetran las formas modernas usufructuándolas e impidiendo la aparición del
plano societal? Propongo algunas hipótesis:
1. En la sociedad venezolana contemporánea, las
instituciones y los modos de relación presentan una apariencia externa de
modernidad, aunque su funcionamiento real está regido por los modos de relación
premodernos, que resultan de la prolongación hasta el espacio social o
colectivo de la lógica familística de los núcleos primarios de pertenencia y
lealtad presocietales.
2. Frente a la ficción de modernidad, el polo generador de
cultura y sociedad es la familia y los núcleos primarios de pertenencia. Las
relaciones primarias imponen su lógica como la lógica de las relaciones secundarias[4].
3. El rasgo característico que modela las relaciones en el
espacio social primigenio es la matricentralidad: se constata una sobrecarga de
la figura materna, que tiene como consecuencias la práctica absolutización de
la relación materno-filial y una debilidad apreciable de la figura paterna. La
figura materna actúa como mediadora universal de las relaciones
intrafamiliares. Las relaciones intrafamiliares se configuran como “una especie
clánica de comportamiento familiar, cerrado a toda vinculación artefáctica o
negociadora con la sociedad, esto es, desestimula que lo societal emerja más
allá de la familia”[5].
4. Dos características son fundamentales en esta red de
relaciones:
a.
Primera, su verticalidad, que en el plano intrafamiliar determina la mediatización
de todas las relaciones por la figura materna, que prolonga en el tiempo la
dependencia emocional y afectiva, dificultando la emancipación autónoma de los
individuos, y que, al proyectarse al ámbito social-secundario, perpetúa el
patrón vertical de relaciones.
La
verticalidad de las relaciones proyectada al espacio social ayuda a entender el
papel de las élites. De modo análogo, las relaciones entre la sociedad y el Estado
siguen un patrón semejante (verticalidad matricentrada): lo que se pone en
juego en esa relación no es la producción de la sociedad, sino la justicia
distributiva de la renta.
b. Segunda, el establecimiento de lealtades
particularistas que tendrán prioridad –más allá del círculo primario de
pertenencia- sobre cualquier otra relación contraída, pactada, de carácter
secundario.
Esta segunda característica está asociada con el déficit
de aquello que llamábamos "capital social", uno de cuyos componentes
es la confianza en el extragrupo. Investigaciones empíricas evidencian una actitud
de franca desconfianza hacia el extragrupo[6].
5.
La ausencia, o al menos la precariedad, de la figura paterna en el ámbito
familiar dificulta la resolución del complejo edípico que permitiría la
superación de la dependencia emocional y afectiva, y daría paso a la
emancipación autónoma de los individuos. Paralelamente, y por el mismo motivo,
no se alcanza la integración de la autoridad y la ley, y el resultado es el
carácter anormativo de la convivencia social y la penuria de las instituciones
sociales.
La
cultura criolla se caracteriza por un apreciable vacío normativo en áreas
cruciales de la convivencia. En terrenos como el ejercicio de la sexualidad,
la estructura familiar, el ejercicio de la paternidad, la socialización en la
primera infancia, las relaciones entre el individuo y la colectividad, el
trabajo y la producción económica, las relaciones con las figuras que detentan
autoridad, etc..., no existen normas claras y firmemente establecidas o
institucionalizadas. En todos estos terrenos, la conducta de los individuos
es el resultado de adaptaciones individuales a las situaciones particulares.
6.
Los espacios sociales secundarios son vistos como el escenario de la pugna
por la obtención de ventajas particularistas. Los individuos, consciente o
inconscientemente, asumen como regla preferencial de actuación la que impone
"la maximización de las ventajas
materiales o de prestigio social inmediatas (a corto plazo) para sí mismos y
para sus círculos inmediatos de pertenencia, suponiendo que todos los demás
actores hacen exactamente lo mismo".
7.
La consecuencia inmediata de esta regla preferencial de actuación es que los
individuos mantienen relaciones de lealtad y responsabilidad exclusivamente
con su núcleo primario de pertenencia y no hacia la colectividad y las instituciones
de las que forman parte. Esto explica la débil lealtad y compromiso con las
instituciones sociales y políticas, con las iniciativas colectivas y con las
empresas productivas: nadie promoverá el interés colectivo, excepto si ello beneficia
a su interés particular inmediato.
8.
La suposición de que "todos los
demás actores hacen exactamente lo mismo" es fundamental porque
implica un estado de desconfianza generalizado. Suponemos que cada individuo
saldría beneficiado si se dispusiera a colaborar, pero "en la ausencia de
un confiable compromiso mutuo, cada cual, individualmente, tiene un motivo para
desertar y convertirse en un "jinete libre" (free rider)[7].
Las
preferencias valorativas
Toda
relación social expresa preferencias valorativas. Éstas han sido tipificadas en
un conjunto de dicotomías. El primer término de las dicotomías caracteriza las
preferencias valorativas en el ámbito primario‑familístico —ése es su
"espacio natural" y allí siempre tendrán vigencia—. Los problemas
surgen cuando, en una sociedad de masas, las preferencias valorativas del
ámbito primario‑familístico se extienden más allá, hasta el ámbito colectivo
estableciéndose como patrones de valoración omnipresentes.
1.
Adscripción-Adquisición: Esta dicotomía se refiere a los criterios empleados
para la valoración de los actores sociales. En nuestra cultura, preferentemente
la valoración de los actores en el ámbito social‑secundario responde a los
criterios de adscripción, es decir, se valora a los actores en función de su
posición social y las relaciones en las que participan, y no en función de sus
logros y desempeños.
2.
Particularismo-Universalismo: Esta dicotomía se refiere al modo en que se
evalúan las situaciones. En nuestra cultura, la valoración de las situaciones
en el ámbito social‑secundario preferentemente responde a los criterios del
particularismo, es decir, se tiende a actuar en función de lealtades
particulares y no en función de principios y normas universales.
3.
Afectividad-Neutralidad afectiva: Esta dicotomía se refiere al modo en que se
disponen los actores a manejar las gratificaciones de sus deseos y necesidades
subjetivos. En nuestra cultura, se tiende a privilegiar el polo de la
afectividad, es decir, se persigue la gratificación inmediata —a corto plazo—
de los deseos y necesidades subjetivos, evitando el diferimiento de la
gratificación inmediata en orden a gratificaciones futuras o a exigencias del
entorno social.
4.
Difusividad-Especificidad: Esta dicotomía se refiere al modo como los actores
enfrentan sus roles. En nuestra cultura se tiende a enfrentar los propios
roles actuando como "personas totales", sin distinguir espacios,
tiempos y contextos. Este hecho se traduce, por ejemplo, en la dificultad para
que los individuos asuman límites netos que separan el orden de lo privado y
el orden de lo público, lo personal y lo profesional, lo individual y lo
colectivo: lo público, lo profesional y lo colectivo carecen de racionalidad
propia y se subordinan a la discrecionalidad y arbitrariedad particulares de
lo privado, lo personal y lo individual.
5.
Individualismo-Colectivismo: Esta dicotomía se refiere a los intereses que se
privilegien en la actuación social. En nuestra cultura se atiende
prioritariamente a los propios intereses, que privan sobre los colectivos,
eludiendo la atención prioritaria a los intereses colectivos.
Las
posibilidades de cambio
Las
posibilidades de cambio de este marco de relaciones están asociadas al
surgimiento de lo que se ha llamado "capital social": un bien público
que debe gestarse socialmente y que consiste en la confiabilidad recíproca
entre individuos y entre grupos[8].
Se
ha llamado la atención acerca de una peculiaridad del capital social: como las
virtudes y los vicios morales, aumenta con el uso y se agota con el desuso.
"Cuanta más confianza recíproca desplieguen dos personas, tanto mayor
será su esperanza mutua”. Y a la inversa: "Una vez instalada la desconfianza,
pronto se hace imposible saber si tenía realmente alguna justificación,
puesto que tiene la capacidad de ser autorrealizante".
La
confianza lubrica la cooperación. A mayor nivel de confianza en la comunidad,
mayor probabilidad de cooperación. Y la cooperación en sí genera confianza"[9].
En
las sociedades de masas, el capital social no surge de la "natural"
extensión de los modos de relación familísticos presocietales; antes bien,
será sistemáticamente abortado por ese otro "capital familístico‑particularista".
Por este motivo, es necesario constituir, crear el capital social, y consciente
y simultáneamente neutralizar el poder del "capital familísticoparticularista".
Si
nos disponemos en la perspectiva de creación del capital social, tengo la
impresión de que, en el corto plazo, poco puede esperarse de los primeros
agentes socializadores—la familia y los grupos primarios de pertenencia—. Me
parece que es necesario hacer una apuesta en favor de la escuela, las empresas
y las organizaciones intermedias. En otras sociedades fueron las escuelas, las
fábricas, los sindicatos y los partidos políticos quienes transformaron el
mundo familista premoderno.
Diversas
investigaciones coinciden en que "la confianza social en los complejos
establecimientos modernos puede provenir de dos fuentes relacionadas: las
normas de reciprocidad y las redes de compromiso cívico”[10].
Reciprocidad
generalizada y redes de compromiso cívico
En
la sociedad venezolana contemporánea, se presentan relaciones de
"reciprocidad particularista", es decir, las que corresponden a las
relaciones primarias verticales o mediatizadas. La reciprocidad generalizada,
en cambio, se refiere a una relación continua de intercambio que no es
correspondida inmediatamente, pero "implica expectativas mutuas respecto a
un beneficio que hoy se otorga, pero que será devuelto en el futuro"[11].
La continuidad del intercambio sólo se garantiza institucionalizándolo, es
decir, haciéndolo cristalizar mediante normas claras, estables y universales.
La reciprocidad se establece si las relaciones son dominantemente
horizontales, si se mejoran los flujos de comunicación sobre la confiabilidad
de los individuos y si actúan con vistas a la gestión de bienes colectivos.
Con estas condiciones, es posible pensar que las redes de compromiso cívico
resultantes "aumentan los costos potenciales de un desertor en cualquier
transacción individual. El oportunismo pone en riesgo los beneficios que él
espera recibir de todas las demás transacciones en las cuales está
participando, así como también los beneficios de las transacciones
futuras"[12].
Pienso
que es decisivo que la escuela, las empresas y las organizaciones intermedias
consciente y decididamente se auto‑regulen en términos normativos de reciprocidad
generalizada y se autocomprendan como redes de compromiso cívico. El
horizonte es el de la resocialización de la colectividad en los modos modernos
de relación.
[1] Ver
González Fabre, Raúl: "¿Venezuela moderna?", en Revista SIC, n° 579, pp.
388‑389.
[2] Hurtado,
Samuel: Cultura matrisocial y sociedad
popular en América Latina, Caracas, Fondo Editorial Tropykos, 1995, p. 20.
[3] Un
comentario moral: el "egoísta primario" vive el momento presente,
sus deseos, intereses y necesidades momentáneas; le faltan la prudencia y el
autocontrol, es decir, las virtudes que permiten al hombre posponer las
gratificaciones y placeres fugaces en aras de gratificaciones y placeres
mayores, más excelentes o más perpetuos. El "egoísta revisado", en
cambio, trata de asegurar sus intereses más duraderos y amplios: su egoísmo va
acompañado de prudencia y autocontrol.
[4] Hurtado: op. cit., p. 158.
[5] Hurtado: op. cit., p. 158.
[6] Roberto
Zapata: Valores del venezolano, Caracas,
Editorial Conciencia 21, 1996, p. 23‑24.
[7] Putnam, Robert D., op. cit., p. 207
[8] A
diferencia del capital económico que, normalmente, es un bien privado que se
disfruta individualmente, el capital social es un bien público o social que,
sin embargo, se disfruta tanto individual como socialmente.
[9] Putnam, Robert D., op. cit.,
p. 215, 217. El autor cita a Gambetta, D.: "Can We Trust Trust?", en:
Gambetta, D. (ed.): Trust: Making and
Breaking Cooperative Relations, Oxford, Blackwell, 1988, p. 234.
No hay comentarios:
Publicar un comentario